Un Ford Escort RS Turbo de color negro salía con casi 120.000 euros en la subasta de Silverstone Auctions en el circuito del mismo nombre. ¿Por qué alguien podría pagar esa cantidad por un coche de los años 80? Porque era el que conducía, en persona, la Princesa de Gales al volante.
De hecho, llevó como copiloto muchas veces a su esposo el heredero al trono británico Carlos de Inglaterra. Al final, se vendió por más de 800.000 euros a un ciudadano anónimo radicado en Manchester cuando había pujas desde Dubai o Estados Unidos.
De verdad que siempre he sido muy poco mitómano y me cuesta entender. ¿Cuántas personas sin techo comerían con ese dinero? Si la gente quiere sentirse bien, que salga a la calle y ayude a colegios de barrios pobres.
Que compre tablets para que esos niños puedan acceder a la era de la digitalización, que construya unos locales de ensayo para que las bandas musicales del barrio puedan ensayar y tentar a su futuro o que financien un albergue para que mujeres en exclusión por haber vivido dependientes de un hombre puedan rehacer su vida con dignidad.
Pero eso de tener un objeto para presumir delante de los amigos, siempre me parecerá un ejercicio de egocentrismo desmedido. Yo lo veo así.