La flecha se me clavó en la pierna y me hizo caer de rodillas desencajado por el dolor. Llevé la mano al punto de incisión en un vano instinto de aplacarlo, pero obviamente nada pude hacer por paliarlo ni por contener la sangre que empezaba a correr a lo largo de la pierna. Opté por dejar caer mi espalda sobre la pared y poder quedar sentado de frente a la persona que, unos minutos antes, había irrumpido en mi oficina.
Llegó en un tono educado, preguntando por mí y por mi trabajo, cuando ya estaba recogiendo para irme a casa. Tuve que recibirle yo mismo, dado que a mi secretaria ya le había dado la paga semanal y se había ido a disfrutarla con la familia. Pero a él no quise despedirlo porque me hizo sentir halagado cuando recitó, casi de memoria, alguna de las frases que yo había escrito en mis reseñas musicales para la revista en la que llevo trabajando desde que terminé periodismo, allá por los años 70. Era señal de que me leía y eso siempre conmueve a un crítico.
Muchas veces argumentamos ideas que no sabemos a ciencia cierta si alguien más las comparte con nosotros. Pero este anciano se veía que, no solo las había leído, si no que se las había aprendido.
Hablamos un buen rato sobre la música de los años ochenta. Para mí, la mayor explosión musical desde la aparición de Los Beatles. Para su edad, pese a su palidez que parecía enfermiza, se conservaba bien. Es más, me seducía la forma tan culta que tenía de emplear las palabras. Compartimos la idea de que Bowie fue marcando tendencias durante toda su vida y que fue uno de los artistas más grandes que ha dado la música moderna. No sé cómo fue que pasó. ¿Quién me iba a decir a mí que ese hombre, cinco minutos después, me clavaria una flecha sin inmutarse ni perder la compostura, ni esa forma de hablar tan calmada? ¿De dónde había salido?
Tardé un poco, pero entendí que la pregunta que me hizo al final de la conversación ya la tenía preparada desde antes de acceder a mi despacho. Hacía referencia a un escrito que realicé en 1982 acerca de la aparición del disco de Queen titulado “Hot Space”. Yo siempre había asumido, a través de los años, que ese fue el peor disco de la banda inglesa, pero con diferencia. Y como lo pensaba, lo escribí. Por supuesto, como siempre, empleando argumentos totalmente válidos que corroboraran mi tesis. Mi jefe me dijo en su día que me dejaron fijo la revista porque les encantaba mi forma de cuestionar y diseccionar las grabaciones o los grupos fallidos. No sólo me limitaba a decir que una cosa era pésima, si no que me aventuraba a indagar en los hechos que la hacían tan penosa.
El hombre, de pie y a mi lado, sacó un papel de periódico; amarillo por el tiempo. Lo abrió con mucho cuidado, como si fuera una reliquia para él y leyó una parte con una solemnidad que me pareció un poco ridícula: “Usted escribió, y cito textualmente, este disco es el peor disco de la discografía de Queen y sus fans no entienden ese giro hacia el funk de la banda, por lo que entenderemos que no vayan en masa a comprarlo a la tienda. Me temo que las ventas se van a resentir. Me arrojo a asegurar que esto hará ponerse nerviosos a los miembros de la mejor banda de rock del momento y a sus, ya deterioradas relaciones, que pueden acabar estallando y arrastrando la imagen del grupo”.
Pues esa especulación, confirmada por cualquier persona con un poco de cultura musical, hacía que yo ahora tuviera una flecha clavada en mi pierna. El dolor no me dejaba pensar. Me veía a
merced de sus palabras. No podía levantarme, y mucho menos defenderme. Empecé a hacer ejercicio metal para calmarme y poder evaluar fríamente la situación y ver que podría hacer para
salvar la vida. Levante la vista con el fin de observar sus puntos débiles, y vi que tenía un carcaj repleto de flechas.
El miedo me embargó de que pudiera usar alguna más contra mí. Ahora sí que se hizo necesaria la mente fría. Intenté usar la vía del dialogo para lograr calmarlo. “¿Y qué tiene que ver mi teoría para que venga usted a dispararme una flecha a mi oficina?”,
intenté en tono conciliador. Ahí fue cuando empecé a notarle que se mostraba un poco más inquieto.
Me aterró ver que estaba dejando el tono calmado del que había hecho gala anteriormente, por uno un poco más demente. Creo que mi dardo oral le hizo daño dentro y empezó a sangrar su herida interior de tantos años. Cargando una flecha más, me hizo una cronología de hechos acontecidos a finales de 1982. Él era el amigo de Freddie Mercury que le indujo a explorar nuevos campos y nuevos sonidos. Me contó cómo se las ingenió para hacerle creer, con estrategias altamente tramposas, que el rock estaba muerto y sería el funky de las discotecas y los instrumentos
electrónicos los que marcarían el nuevo rumbo de la música en toda la década.
Estaba anonadado. Tenía, delante de mí, un bombazo para un artículo en mi revista. El problema era que me había clavado una flecha y no sabía cómo gestionar eso. Pero uno, ante todo,es un profesional e intente sacarle más información que me pudiera valer en el futuro. Si sobrevivía a ello, claro está. Empezó contándome que fue fácil convencer a la estrella. El éxito de “Another one bites the dust” del disco anterior y que, posteriormente, arrasara en Estados Unidos t enía a Freddie más que encantado. La obsesión del artista por ser el nº 1 en las listas norteamericanas le cegó.
Me reconoció que él tuvo la suerte de aparecer en el momento oportuno para acercarse al gran creador y alimentarle sus ansias por ser el mayor artista de la historia. Sonrió al decirme que logró embaucar al cantante con muy poco esfuerzo. Pero fue, al contradecirle argumentando que el riesgo de hacer algo diferente a lo que les había hecho triunfar era demasiado alto y podría abocar al grupo a un gran precipicio, cuando me disparó una segunda flecha en la misma pierna.
Grité de dolor, ahora que había conseguido casi no sentir el de la primera saeta. Era una mezcla de daño y pánico. No se podía impugnar con él. Estaba demenciado y yo no era capaz de vislumbrar las intenciones que traía preconcebidas. Fue ahora, cuando empecé a temer por mi vida en serio. Ya no cabía diálogo. Tampoco el dolor me dejaba pensar en nada que no fuera quitarme el cinturón y hacerme un torniquete. Era imposible, no podía moverme. Sorpresivamente él me lanzó el suyo, lo cual me confundió mucho más. Era una señal certera, como sus disparos, de que me quería con vida.
Empecé a llorar. Lo hice instintivamente, pero ahora reconozco que fue una cobarde estratagema para ablandarle. Me dejó desahogarme hasta que deje de gemir. Aprovechó para seguir contándome la inédita historia de cómo el fracaso de ventas de ese disco destrozó su vida. Él apostó todo lo que tenía en ese proyecto. Hipotecó su casa sin permiso de su esposa, y al perderla vino el divorcio inmediato. En pocos meses se quedó sin vivienda, sin matrimonio ni hijos y sin trabajo. Y lo que más le dolió, como era de esperar, que los chicos de Queen lograron alejar a Freddie de su amistad. Y todo me lo contaba acomodándose en mi viejo sofá del fondo del despacho mientras jugaba con el dedo en la punta de otra flecha más.
Al terminar de hacerme el torniquete, levanté la cabeza y ahí lo vi, tranquilo. Con toda la serenidad del mundo me miró fijamente y me dijo sentencioso: “Y solo me quedó una salida: el suicidio”. ¿Me estaba diciendo que intentó suicidarse? El frio que me entró me hizo olvidarme por un momento de la pierna y del dolor. Como pude, balbuceé un “lo siento”. Y él se volvió a encolerizar. No entendía como yo podía compadecerme de él, cuando había sido uno de los causantes de su tragedia. Los críticos voraces no somos conscientes del daño que hacemos con nuestros escritos. Hundimos carreras, arruinamos la vida de cantantes y músicos y, aunque no nos guste verlo desde nuestra burbuja de cristal, acabamos con la vida de mucha gente.
La frase “ustedes no matan tanto como el tabaco o los fracasos sentimentales, pero también son unos asesinos” se me quedó repiqueteando un rato en la cabeza hasta que logré articular voz en
un tono ahogado. Le pregunté directamente si había venido a buscar venganza. “Venganza” no es la palabra que él dijo que se debería usar, y me descubrió que había venido a reparar el daño. Es lo único que le habían permitido en el “más allá”, para dejarle volver en forma física a la tierra.
Ya mi cabeza no sabía si estaba empezando a alucinar por la falta de sangre. Él había dicho que veía del “más allá” o eso había creído oír. ¿Me estaba diciendo que se había suicidado y que había vuelto para, de no sé qué manera, rectificar un artículo de prensa que yo había escrito hace 30 años? ¿Estaba delante de un muerto viviente? No podía ser. Recuerdo pensar en que esto estaba siendo un sueño y que pronto despertaría. Eso me hizo sentir bien por un momento. Esta paz la rompió cuando me dijo que levantara una mano. No hice ni la intención, pero su argumento me convenció rápido. Ahora entiendo como había engatusado al pobre Freddie.
Me pidió que levantara la mano y me haría una pregunta. Si la fallaba, me dispararía una flecha y si la adivinaba, no lo haría. Cincuenta por ciento de posibilidades. Ahora bien, si no levantaba la mano me volvería a disparar en la pierna. Cien por cien de posibilidades. Sabía que iba en serió y levanté la mano sin
dilación que pudiera enfurecerle.
Y la pregunta fue: “¿Y cuál es la canción de Hot Space que más te gusta?”. Yo ya no estaba para estrategias y contesté con honestidad: “Under Pressure”. Con un “bravo” de su boca adiviné que había salvado la mano. También fue fácil que, en un disco tan mediocre bajo mi punto de vista, esa canción es una obra de arte. Es más, al principio me había hablado de su admiración por Bowie.
Todavía no sé porque, tras ganar la prueba me atreví a cerrar con una frase que me podía haber ahorrado. Al decir “es una canción que sobresale de las demás en el disco” sentí el intenso fuego de
una flecha clavándose en mi mano. No se puede razonar con un enajenado. Eso lo aprendí demasiado tarde.
Le había ofendido que veladamente quisiera decir que el resto de las canciones están por debajo. Y me irrito conmigo mismo porque, visto desde su punto de vista, algo de razón tenía. Tres flechas clavadas. ¿cuántas más me quedarían por sufrir hasta que se acabara ese calvario? Estaba a punto de perder la consciencia. El dolor y la pérdida de sangre me produjo un leve desmayo que no
se le pasó por alto al diestro arquero del otro mundo. Me dio un par de bofetadas para reanimarme.
Abrí lo ojos y lo vi tan cerca que le susurré con la poca fuerza que me quedaba: “¿Qué quieres de mí? Lo que tenga que ser, que sea ya”.
El mismo me arrancó la flecha de la mano con mi consiguiente aullido. Yo, ya que veía la muerte cerca, quise tener mi momento de réplica. Si ese iba a ser mi final, lo sería con dignidad. Levanté un poco la cabeza y en su propia cara le solté una presunción irrebatible: “si el disco no ha sido tan malo ¿porque Queen sacó dos años después uno de sus mejores trabajos volviendo a la
senda del rock que no debería haber abandonado nunca?”. Ahí pensé que me iba a coser a flechazos y lo que provocó fue turbarle.
“¿Qué quieres decir?”, me pregunto con una calma confusa. Me
empoderé y le hice referencia a la crítica que escribí del disco “The Works”, que fue el siguiente disco que sacó Queen después del fracaso de “Hot Space”. En ese escrito me volvía a congratular
con la banda, ya que hicieron un disco que se parecía al anterior trabajo “The Game”. Quisieron repetir la fórmula como si su incursión al funky hubiera sido una mala pesadilla que poder olvidar. Y volvieron a crear una obra de arte en el más puro estilo que los había encumbrado.
Ahora, menos fiero y dialogante me rebatió que en “The Game” se siguen usando sintetizadores. Cosa que tuve que concederle. Pero añadí que “I want to break free” o “Radio Gaga” o “I’ts a hard life” son unos clásicos del rock mundial y volvieron a poner a Queen en el camino para ser la mítica banda que son hoy en día. Sonriendo maliciosamente, sacó un puñado de papeles doblados del bolsillo y se puso a buscar en ellos. Se veía que quería encontrar algo, hasta que lo consiguió. Era la reseña autentica de la época donde escribí sobre “The Works”.
Citó la frase con la que terminaba mi exposición: “parece que, con este nuevo disco, se acaban los experimentos hechos
con Hot Space y la horrenda banda sonora de la película Flash Gordon”. La recordaba a pesar de tantos años. Me asustó cuando me puso el papel cerca de la cara. Creo que no me lo estampó para no llenarlo de sangre. Y ahí es donde quería llegar, me dijo. Me
preguntó si el disco de la banda sonora de “Flash Gordon” le parecía mejor disco que “Hot Space”.
Perplejo, le contesté que no, que la banda sonora de la película fue un esperpento que casi que los fans de Queen no la incluyen en la lista de su discografía. Para mi sorpresa empezó a dar brincos dealegría por la habitación como un loco feliz. ¿Qué le había provocado ahora tanta euforia? Yo ya no podía pensar más. Pero entre
el loco saltarín y las flechas, prefería al loco de los brincos.
Cogió mi teléfono y él mismo llamó a una ambulancia. Les contó que había un herido por impacto de flechas y les dio la dirección correcta. Me tranquilizó saber que sobreviviría a esa experiencia. Se sentó en el suelo, al lado mío como si de un amigo se tratara.
Terminó de contarme su relación con el “más allá”. Había pedido permiso para volver a la tierra a reparar su imagen. Tenía que conseguir que no se volviera a difundir la idea de que “Hot Space”, el disco de Queen que significó su ruina, siguiera considerándose el peor disco del grupo ya que esa no era la realidad.
De hecho, me miró y me volvió a preguntar si realmente estaba convencido de que “Flash Gordon” era peor disco aun si cabe. Al yo asentir, se levantó y cargó la flecha de nuevo y la apuntó a mi
frente. Fue directo: “Ahora, cuando salgas del hospital deberás escribir un artículo que se titule –Flash Gordon, el peor disco de Queen- y lo publicarás en tu revista”. Esperó mi respuesta, que no se hizo insistir, dadas las circunstancias. Asentí, sonrió, me pidió disculpas por todo y empezó a recoger el arco y las flechas.
Yo, recobrando impulso con el ímpetu que me dio la indignación, le pregunté que si me había hecho todo eso para convencerme que “Flash” era peor disco que “Hot Space”. Me contesto que cierto. Me cabreó mucho y le interpelé que si realmente había sido necesaria tanta violencia.
Abriendo la puerta antes de salir, me contestó con una pregunta: “¿si hubiera venido dialogante para que escribiera un artículo como ese, me hubiera hecho caso? Ya veo, su silencio es su respuesta”.
Y se marchó.
Ya lo del hospital y lo que vino después, se lo suponen ustedes mismos. Y que escribí en la revista el artículo que me pidió, ya se lo cuento yo. Ahora, cuando critico a algo o a alguien, siempre soy consciente del daño que estoy ocasionando a gente que, mucha de las veces, son inocentes del daño que voy a causar.
©Luis Alberto Serrano