Dentro de un mes tengo el compromiso de dirigirme a un grupo de estudiantes para tratar sobre la comunicación no verbal. Mientras preparo el material mi pupila activa la especialización.
No sé si les ocurre a ustedes, pero observo en mí y en otras personas un fenómeno que podríamos llamar de activación selectiva de la atención: quienes hacíamos la mili veíamos uniformes por todos lados; toda embarazada descubre otras cuantas en un corto paseo; si perdiste a la mujer de tus sueños ves su dulce silueta en cada cafetería y hasta parece sonar la canción preferida de ambos –“me cuesta tanto olvidarte”-; y el niño que ansía jugar con muñecos de su serie de dibujos, localiza antes que nadie sus cajas de colores en cuanto entra en la sección de juguetes del gran almacén.
Es la pasión. Es el recuerdo. Es la necesidad: al corazón que quiere expresarse ya no le sirve la sola palabra , y se duele o se alegra en el gesto, en el ademán o el espasmo.
Por eso, estos días veo lenguaje corporal hasta en los semáforos. Y me están quemando las pupilas del alma la emergencia de cuerpos -ojos, pies, brazos, puños – que proyectan ideas y pasiones donde la proporción de la palabra es insignificante o incluso no existe.
Son muy conocidas la investigaciones de Albert Meharabian, nacido armenio que imparte clases en la Universidad de UCLA, acerca de la diferente capacidad que tienen para transmitir información el propio contenido verbal, 7%; la voz, 38%; y el lenguaje corporal, 55%.
Paradójicamente dedicamos más tiempo y energías a la sintaxis que a la confianza que debemos inspirar, y esto es mucho más valioso y que el mejor de los discursos.
Estos días, aquí, y en todas partes del globo, somos testigos de algunas de esas expresiones dramáticamente huérfanas de palabras, que en sus casos extremos no son el 55% del mensaje, sino el 100% de lo que pretende darse a entender. Me refiero a dos figuras principales del lenguaje corporal: el silencio y la violencia física.
Se ha adentrado entre las junturas de la sociedad la brutalidad de la violencia, aumentando, incluso sin palabras el grado de sufrimiento global y el rencor personal: ese dedo corazón enhiesto y preñado de desprecio del que se cruza con uno; el claxon vocinglero e intempestivo donde el conductor del coche busca intensamente la mirada del otro conductor para odiarle mejor; el portazo, el golpe en la mesa; los músculos del cuello y cara agresivos bajo el ceño fruncido mientras quieren reforzar la ira hasta donde las palabras injuriosas no han conseguido herir. Y el puñetazo como epítome de toda sinrazón discursiva.
En el otro extremo, la piedad dibuja con trazos invisibles acuarelas de esperanza y humanidad: el silencio del enfermo en lecho del dolor; la madre quieta en la salita de estar esperando el regreso del hijo que se retrasa de madrugada; el silencio del humilde inocente ante la acusación injusta; el callado descenso de la lágrima que rueda mejilla abajo en el adiós del andén; el mutismo atento del consejero que escucha con interés.
Tienen distintos objetos y complementos diferentes, pero todos ellos expresan el mensaje que sólo, según el caso, sabrá leer la enfermera que además de curar cuida, el corazón materno que presiente oscuros peligros en el ser al que dio la vida, el hombre que es capaz de amar al enemigo que lo calumnia; el alma a reventar de amor a la que un tren llamado adiós está arrancándole vía adelante el corazón, o el que al hablar percibe con claridad que el cuerpo del otro, mirada y rostro, le está diciendo sin palabras que le comprende de veras.
Sí, son el negro y el blanco. Pero estos días hemos visto blancos y negros y conviene saber de ellos para que la sensatez, la mente abierta y un resto de humanidad sean alimento de comunicación efectiva y digna de ser alimentada.
Idea fuente: lenguaje corporal: cómo se expresan la violencia y la piedad
Música que escucho: Life and Death, Paul Cardall (2011)