Habían dejado de verse. Se podían contar los años de ausencias. Aún así, ahora les aparecía el vacío con la dimensión de un tiempo incontable. La vida los había llevado por senderos que raramente, y sólo por algún acontecimiento familiar, se cruzaban.
Eran aquellos días agridulces. Agrios y breves como una uva de junio y compartiendo un mismo aire con otras personas, lo que impedía la charla íntima, el desnudar del alma o el desenredo de antiguos malentendidos. Dulces como la uva de septiembre con el azúcar en la mirada del recuerdo compartido, con la textura de lo que fue bello. Inmensamente bello.
Ahora era distinto. En aquella cafetería de Madrid ninguno de los dos sabía de la presencia del otro hasta el instante del aroma. El iba hacia una mesa vacía y pasó junto a la que ocupaba ella sola. He dicho pasó. Pero no pasó se quedó de pie.
.- ¡Vaya!, qué sorpresa – dijo ella como rompiendo la cáscara de huevo que el tiempo de separación construye alrededor de los pasados rotos.
.- ¡Pero grande! – coincidió él con una amplia sonrisa.
Luego en un instante calibró situación, ambiente y límites. Ella estaba sola porque su chaqueta estaba en la otra silla y una única taza de café reposaba en la mesa delante de la mujer. De otro lado, el salón de la cafetería tenía media entrada y una paz bastante afable. Por último, como decía su amigo Juan, Madrid tiene el encanto de tener mucha gente a la que nada le importas: “vive y deja vivir” tendría que haber sido el lema capitalino.
Todo confluía pues a la toma del asiento de enfrente. Cogió la chaqueta y la puso en otra silla que acercó de la mesa más próxima. Tomó asiento. Y se quedó mirándola sin hablar. Ella retuvo esa mirada el rato necesario para guardarla en su memoria.
.- Cuánto tiempo – dijo él.
.- Un buen rato – respondió ella. Luego se maldijo por no estar tan bellamente arreglada como si hubiese sabido que se encontrarían. Él no pareció percatarse de que hubiera algo negativo en ella. Realmente no lo había.
Y pronto, rota la cáscara de aislamiento, fluyó la conversación llena de confianza, llena de recuerdos de regalos, de planes locos y de ternura. Podrían haber estado horas, más horas desentrañando añoranzas.
.- ¿Te acuerdas de aquel candado que cerramos entorno a un barrote de una reja?- propuso ella.
Él se metió la mano en el bolsillo, hurgó y saco el llavero, lo puso sobre la mesa y separó una llave dorada con la letra F. Ella se llevó la mano a la boca con asombrado gesto y dijo.
.- La mía está en casa en Valencia. La próxima vez la llevaré encima.
.- La próxima vez… – musitó él en un tono de cierta melancolía…-
.- Dentro de un mes tengo que volver, si tú puedes… – dejo caer ella.
Él consultó la agenda del móvil.
.- Exactamente dentro de un mes, el 13 de abril sí que estoy.
.- En este sitio, a esta hora y con la llaves – remató ella, alborozada como un niña.
.- Y nos vamos a «nuestro» candado – concluyó él.
En el Complejo Hospitalario Ruber, de la calle Juan Bravo, un teléfono – el de él – agotaba su batería. Era 12 de abril y se amontonaban decenas de llamadas perdidas: todas de ella en el imposible intento de hablar con quien desde la UCI no podría responder.
Idea fuente: Vidas de azar
Música que escucho: Lontano dagli Occhi, Sergio Endrigo (1988)