El pasado 2 de octubre, pocos días antes de que el Gobierno presentara al país el proyecto de “modernización fiscal”, publiqué en esta columna un artículo titulado: “Tanto cacarear la reforma fiscal”. Ahí señalé que la reforma fiscal se va a realizar cuando el Gobierno no pueda posponerla más, ante la amenaza de un desequilibrio macroeconómico. O sea, será un acto de necesidad, no de consenso nacional.
Y es que las dificultades para hacer una reforma fiscal son enormes porque ningún Gobierno quiere pagar el costo político de aumentar impuestos, y, por más que se disfrace, de eso se trataría una reforma fiscal.
También señalé en ese artículo que, aún lo establezca la Ley de Estrategia Nacional de Desarrollo de 2012, un pacto fiscal es difícil porque los intereses económicos son diversos y antagónicos.
Ya la clase empresarial no domina el escenario como antes. En los últimos 20 años ha crecido la clase media dominicana y se han desarrollado las redes sociales que sirven para protestar; y en la postpandemia se produjo una inflación que el pueblo dominicano ha asumido con estoicismo. Si a esa inflación se agrega un aumento de impuestos, el descontento será brutal.
De su lado, el Estado dominicano opera con muchas ineficiencias: excesiva empleomanía, exenciones impositivas a vehículos de lujo para legisladores, barrilitos, cofrecitos, déficits del sector eléctrico, mucha evasión fiscal, etc. Esto hace difícil legitimar ante el pueblo un aumento de impuestos.
El lunes 7 de octubre, el presidente Luis Abinader presentó el proyecto de reforma, indicando que era el producto de varios años de trabajo de técnicos del Gobierno. Al día siguiente lo introdujeron al Congreso.
La reacción en contra de diversos sectores fue inmediata, y con justa razón.