Como cada año el último miércoles de agosto, este año el día 28, en plena semana grande de fiestas, se celebra la Tomatina de Buñol. El asunto es tirarse tomates unos a otros -casi 150.000 kilos- en plena calle. Por espacio de una hora 22.000 personas que han obtenido ticket para entrar en el espacio acotado -no caben todos los que quieren- se arrojan los tomates que les surten varios camiones.
Es un entusiasmo singular el que desarrollan en esta para ellos divertida pelea que tiñe del rojo zumo, cara, manos, ropa, paredes y suelo de la plaza. Esta fiesta del desahogo y el desenfreno de la tomatera ha adquirido fama enorme y está declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional.
Al acercarme al fenómeno no he podido sino compararlo con los encuentros políticos, como el del G7 de Biarritz celebrado este fin de semana. ¿Hay algún parecido entre el G7 y la Tomatina de Buñol? Más de lo que aparecen a simple vista.
Ciertamente no lo hay físico hasta el detalle, pues, por razón de escala la fiesta de los poderosos líderes debería ser a base de lanzarse por lo menos melones. Hubiera sido la Melonada de Biarritz. Pero claro, en castellano “melonada” significa “torpeza, tontería, dislate”. Y no me atrevería a calificar tan negativamente el costero encuentro después del acercamiento que Emmanuel Macron, el anfitrión, logró del presidente Donald Trump para que hablara “en algún momento en las próximas semanas” con el presidente iraní Hasán Rohaní.
Pero en esas reuniones se arrojan desafíos más grandes que melones, bravuconadas como gajos del melón y retos del tamaño del “cucumis melo”. Y como en el caso del festejo del pueblo valenciano cuesta muchas veces ver la utilidad, más allá de una mañana de brutal jolgorio.
Este año tenían ticket –no caben todos los que quieren- Boris Johnson, Giuseppe Conte el italiano que les diría arrivederci, el propio Donald Trump, Angela Merkel, Justin Trudeau de Canadá, el japonés Shinzõ Abe, Donald Tusk por el Consejo Europeo y el anfitrión Emmanuel Macron.
Además de los anteriores estuvieron, más o menos dedicados, nueve invitados, entre ellos el “en funciones” Pedro Sánchez. Y, a última hora, uno más metido en la plaza con su propio melón por Macron: el ministro iraní de Asuntos Exteriores, Mohamad Javad Zarif.
También estuvieron en la Melonada de Biarritz nueve altos representantes de organizaciones internacionales (ONU, Banco Mundial, OCDE, etc.), dos premios Nobel de la Paz 2018 y la cantante de Benin Angélique Kidjo.
Por último había otro muy presente precisamente por estar ausente: Vladimir Putin, que no ha podido colarse en la fiesta. ¿No es una melonada no invitarle ni a un café au lait? No creo que sea por no tener Rusia suficiente PIB. Me temo que Crimea pesa más.
Claro que si se hace un gesto con Irán pues otro con China y la plaza se llena y vuelan los melones en su variante de 20% de aranceles.
Porque, vamos a ver, ¿qué han tratado que sea problema urgente y real? Irán, Libia, reforma de la Organización Mundial del Comercio y Hong-Kong. Esos melones, si señor, están bien si se les pone el dinero que se promete o la diplomacia que se anuncia.
Para finalizar, si se lee el comunicado final es curioso observar que los melones del G7 de Biarritz son exteriores a los países reunidos. Nada se escribe ni firma sobre algunas urgencias propias de los reunidos: no se lee nada de nacionalismos, populismos, Brexit, invierno demográfico, migraciones masivas obligatorias. Esos sí son un gran melón por calar.
El cartel anunciador de la Tomatina de Buñol está inspirado en Juego de Tronos. El comunicado final del G7, que no reflexiona sobre sus profundos problemas de vitalidad, podría haberse adornado con un cartel de The Walking Dead, con Xi Yinping mirando ladinamente con hambre el enorme bocado de tanto PIB tan poco aprovechado.
Y al fondo, África.